Todos me atraviesan con la mirada. Parecen buscar en mis entrañas, me escrutan como si escondiera los entresijos de la vida, como si albergara las respuestas que sus rostros parecen anhelar. A veces se quedan absortos, prendados de mi apariencia, con los ojos embrujados. Les gusta acicalarse ante mí, seducirme con sus gestos, con sus labios pintados, con sus cabellos alisados. Se desnudan y me muestran sus partes íntimas, se abren a mí como si fuera ellos mismos. No lo entiendo, ¿por qué yo?
Raül Prunell Holgado
Espalda mojada
La Historia está llena de espaldas mojadas.
Escapistas, fugitivas, cigarrillos a medio apagar
y retornos inconcretos.
Puede que el calor tenga que ver con el agua;
creo que más bien tiene que ver con su falta.
La espalda mojada no cuenta nada nuevo:
la lujuria, el sudor, las ganas, el ombligo a tres noches vista...
Duele verse envuelto en un deseo que quema por dentro
y llenar el vaso, otra vez, de absenta del desierto.
La Geografía consigue atar cabos en el mapa:
Guayaquil, Nairobi, Algeciras, Estambúl, Alepo.
Puedes comprarte el álbum de las guerras
y nunca terminarás tu colección.
Siempre hay una más, cuando creías terminar el libro.
Tu mano está por llegar; tu discurso, no:
te voy a querer más que a un Sol,
te voy a cuidar, te voy a pintar de azul
todas tus mañanas, te voy a besar
sin mirar al reloj, te voy a buscar
todos los puntos suspensivos,
te voy a dislocar la pena,
te voy a...
La espalda mojada es el respaldo de un pelo largo y liso,
también húmedo de tantas mañanas chorreantes.
La cintura te resume el ansia y más abajo,
donde la tarde se vuelve atardecer,
puede que tengas una llave de encuentro.
Pero es mejor hacerse a la idea:
la espalda se aguanta sola,
aunque no la veas, aunque te soslaye,
aunque te parezca la rayuela de la amante perfecta:
ella no mira atrás, no cobra en recuerdos,
siempre domina el mundo,
en su turgente y silenciosa
mirada
al frente.
Fede Biggi
La primera vez no le di importancia: una imagen borrosa que asomó un instante, como el parpadeo de una lámpara fluorescente, una ventana que se cierra de golpe, un recuerdo que no podemos situar. Restos de un sueño, pensé.
Pero, con el paso de los días, empezó a aparecerse con más frecuencia. Me acechaba, se agazapaba tras una esquina para asaltarme en el momento menos pensado. Y no conseguía adivinar qué ocultaban aquellas sombras.
Por fin lo he visto con claridad. Con el pelo revuelto y barba de varios días, un cigarrillo le colgaba del labio mientras otro todavía humeaba en el desbordado cenicero. Me miraba fijamente a través de la hoja en blanco que, tan paciente, aguardaba en su vieja Olivetti.
Francisco Taboada
LA TEMPESTAD
Todo iba bien. Irene se había estabilizado. A principios de julio sacó el título de Arte Dramático, durante el verano afianzó la relación con su novio, Román, buscaban casa, y a finales de octubre los contrataron juntos para hacer de Miranda y Fernando en La tempestad, de Shakespeare. Los ensayos fueron perfectos. Sin problemas.
La noche anterior al estreno, Irene y Román estaban tan nerviosos que practicaron el sexo hasta caer rendidos. Al despertar, ella se encontraba demasiado calmada. Cuando llegaron al teatro, su aplomo llamó la atención del director, que alabó su actitud madura y profesional. Los dos primeros actos fueron brillantes: cuando Irene salía a escena representaba una Miranda tan alucinada e ingenua que el patio de butacas crujía con ganas de aplaudirla. En el tercer acto, sin embargo, hubo una trasformación, se la veía oscura y enfrentada a su papel. Entre bastidores se preguntaban qué le estaba sucediendo. Llegó el momento en que Fernando le declaraba su amor y le pedía la mano: He aquí mi mano. Ella debía responder: Y la mía, con el corazón dentro. Pero Irene no dijo nada. Se quedó quieta, como sorprendida, enfadada, pensando. Después de cinco segundos eternos dijo:
—Pero eso no puede ser… ¿No ves que estoy enferma?
Román enmudeció. No sabía de qué le estaba hablando. Tardaba en reaccionar, se saltó su frase, tuvo que salir en su ayuda el actor que hacía de Próspero: Ella enferma de amor y él mudo al saberlo, ¿quién puede entenderlo?, dijo antes de recitar apresuradamente el último fragmento de la escena para que cayera el telón. Román y un miembro de la compañía se llevaron a Irene al camerino. El médico no tardaría en llegar.
Álvaro Arbina
Eh, fíjate. ¿Que crees que sentirá?
Me la imagino con los ojos cerrados, zambullendo sus sentidos en los pies. En este preciso instante, su vida se limita a lo que sucede en ellos. Todo lo demás es oscuridad.
Temblará de frío, y de miedo tal vez. Yo me sentiría vulnerable ante algo tan inmenso, que ruge a lo lejos y te acaricia en los pies.
Y el agua, ¿que crees que sentirá el agua?
El agua sentirá calor. Por eso la busca y la rodea, deleitándose en sus pies. Por eso viaja a la costa, para convertirse en ondulaciones, en reflejos de luces. En la oscuridad del océano eso no existe.
Y la tierra, ¿qué sentirá la tierra?
La tierra, ebria de agua, cede ante el peso de sus pies, dejándose explorar.
Mabel Cruz Miranda
Tumbada en mi sofá, en mi casa, en una ciudad que no es la mía.
Me observo.
Delante de mí, mi foto.
Me veo feliz. Cuánto tiempo pasó.
Escucho a mi madre canturriar. Me dice “levantate muchachita, te espera tu mate cocido, el pan con manteca y azúcar”. Lo saboreo aún ahora. Me miro acurrucada en la hamaca que tejió mi abuela Sofía, qué suave, lo percibo desde la distancia. Huelo a tierra mojada, el olor a fuego recién encendido, a limpio. Me embriaga esta sensación donde todo era jugar y ser feliz.
Un teléfono suena, bueno, qué suene.
Rossana Cantarelly
SUSURRO SUBLIME
Corriendo por la vida, marcando huellas en los segundos, libre de miedos, de prejuicios. Libre de burocracias. El cabello suelto en las metáforas tras la transformación del mundo, haciendo versos, extendiendo los brazos, corriendo sin prisa para disfrutar del viento y de la arena que se desliza entre los dedos. En búsquedas precisas de las realidades sencillas, humanas, sensibles.
Izando los sueños sin límites, hasta las risas sueltas y los rizos bailantes, y recitar los versos mientras se va por la vida, inventando los pasos intensos y sutiles hasta las profundidades de los entresijos jugando con la cordura y la locura en equilibrio perfecto.
En el tobogán de las emociones intelectuales y el placer de sentir cada palabra, cada gota de lluvia, cada puntito de arena, cada roce del aire y convertirse en brisa, en música, beso, universo, caricia. Hilada a cada punto del spin del universo, pequeña e infinita.
Diosa, desnuda, a orillas del mar que explota a besar los pies y huye tímido y luego se entiza murmurando mi nombre mientras espumea de azul-verde al blanco, que vuelve a ser calma y explosión como la vida misma.
Mujer, poeta, en el conteo de los días que van desapareciendo en este amanecer anaranjado y este anochecer de luna llena, mientras el viento mece las hojas de los árboles que no miro desde aquí pero que escucho en ese susurro sublime que luego mueve mi vestido entre las piernas y entrelaza los dedos en mi cabellera que brilla al sol que con un solo ojo reflecta a contraluz mi silueta.
María José de Xerica
A mi abuelo le gustaba contarme historias, historias que apenas entendía, pero a mí me parecían fantásticas desde mi visión infantil. En mi mente las dibujaba y me transportaban a un mundo desconocido. A través de sus historias, él fue el primero que me habló de la muerte, pero no me transmitió una visión trágica, si no más bien, mágica y misteriosa, pues a través de la muerte, me habló de los espíritus y también de Dios. Mi abuela se enfadaba mucho con él por hablarme de "esas" cosas, pero no servía para nada, mi abuelo era tan cabezón como yo. Lo cierto es, que aunque me hablaba sobre la muerte, nunca llegó a explicarme nada con claridad, dejaba que mi mente elaborara sus teorías, así que, a mi me quedó un poso de imaginería espiritual, una especie de sensibilidad por la muerte y los espíritus. Siento, que gracias a mi abuelo, soy capaz de ver más allá de la realidad y de percibir la esencia de lo material y de lo inmaterial.
Por eso, soy capaz de verte y sé que vienes a por mi. Por eso sé, que tú, no eres tú, fiel amigo. Tu lomo blanco, tu cola dorada y esa mirada...esa mirada... sé que eres un mensajero. Mi mente no me engaña. Sé que vienes a acompañarme y no tengo miedo. Llévame dónde tengas que llevarme. Cabalgaré contigo por este inhóspito lugar, este desierto de piedras, donde la luz atraviesa las tinieblas para iluminar nuestro camino. Estoy preparado, llévame donde tengas que llevarme, y si puedes, por favor, llévame con mi abuelo.
Raül Prunell Holgado
LA FOTO MÁS QUIETA DE TODAS
Manuela, arrojada desde su balcón.
Rojo vestido, a medio ver.
Un maniquí la contempla.
La lámpara parece girar pero no:
también está quieta. Quietísima.
Hay fotos que parecen cine.
Luz en movimiento.
Pero ésta, NO.
Ésta es una foto inmóvil.
Demasiado cruda para mí.
Me sugiere tantos fines....
Se paró el escultor en el cuello del maniquí de plástico.
Se paró la corriente en la lámpara colgada del techo frío.
Y se paró Manuela, se quedó quieta
cuando tanto le quedaba.
Cuelgan a los lados sábanas de papel.
O son alfombras con garabatos.
O un tapiz desgastado.
Por babor, mirando de frente,
se presenta una farola sin talle.
Sale de la piedra, sin estilo,
basta y vulgar, con un hilo negro
que la conecta al mundo.
Creo que amanece. Por la luz.
Creo que también atardece. Por la luz.
Feas humedades en techos oxidados
hacen las veces de encuadre de la escena.
Me da mucha pena, Manuela.
¿Cómo?
¿Quién? ¿Por qué?
¿No te das cuenta que tanto pelo
es demasiado para tanta tristeza?
Se paró el escultor en el cuello del maniquí de plástico.
Se paró la corriente en la lámpara colgada del techo frío.
Y se paró Manuela, se quedó quieta
cuando tanto le quedaba.
Alguien, algún día, le pondrá nombre a este balcón.
"La foto más quieta del mundo".
La más triste o la más bella.
La que vemos de vez en cuando, por azar o por esfuerzo.
Una maravilla. Un talismán. Un recuerdo de muchos recuerdos.
En fin, Manuela, ya sabes:
La foto más quieta de todas. Tu foto.
Tu luz en mis dedos
hoy, que amanece de nuevo.
Alex Oviedo
SONRISA ROTA
Te contaré que fue tu reflejo en el cristal lo primero que vi al entrar en los grandes almacenes; tu mirada azul como perdida en el infinito y tus dientes separados que te brindaban cierto aire juvenil. No me preguntes por qué pensé en Madonna y en su diastema. O en Vanessa Paradis, en una historia de vampiros y en las sonrisas cuando son verdaderas. Recuerdo a mi abuela decir que la sonrisa se transmitía a través de la mirada; que unos labios pueden engañar, unos ojos no. Nunca entendí aquella frase porque yo, por mucho que mirase, no podía ver más allá. Me hubiese perdido por una sonrisa —lo hice en alguna ocasión— y me dejé engañar por ella confiando en que sería tan amable como el primer día. Pero en tu caso recuerdo que la mezcla de ambas —mirada triste y lejana, sonrisa rota— me hizo dudar. O quizás fuera ver tus dedos pegados a la baranda, como si quisieran sentir la textura y el frío que transmitía el cristal. Aunque no pude sospechar nada hasta que te vi cerrar los ojos, subirte a la barandilla y dejarte caer sobre una multitud que hacía las compras.
Modelo: Valentina Pedica
Mentxu Arrieta
AL TRASLUZ
Mi chiquilla tiene la luz
del lirio que se ilumina,
jugándose la plenitud
entre dos sombras inquietas.
Entre la brisa del norte
crece como lirio blanco
rebuscando en la mirada
cualquier misterio robado.
Mi chiquilla tiene la luz
del lirio que se ilumina.
Sencillez amanecida
que duerme risueña al trasluz.
Andrea Fernández
Te veo entrar y la casa se desborda con tu alegría, tus gritos, tu risa.
Renace el aroma de la comida que prefieres y vuelvo a la cocina a hornear las galletas de miel que hace tiempo ya no preparaba.
Vuelven tus colores a pintar los muros, esos ambientes deslucidos por el tiempo se iluminan con el torbellino que provoca tu sonrisa, entonces la casa se invade de vida una vez mas.
La tibieza de tu mirada templa la mía mientras tus caricias rejuvenecen mis manos, al sujetarlas vuelvo a ser joven por un rato, porque tu elixir me transforma. Somos jinetes, amigas que van a tomar el te, pintoras, peluqueras, cómplices, compinches y comemos caramelos en secreto porque ¡muchos dulces hacen mal!.
En vos vuelvo a amar a mi hija con un amor mas inmenso y comprensivo, regreso una vez mas a sostenerla en mis brazos, a brincar con ella, a reconocerla en tus ojos. Y así mientras el tiempo se detiene mi alma juega con vos, como solo lo hacemos con los nietos.
Fede Biggi
Caminaba hacia mi hotel, atravesando las oscuras callejuelas del barrio antiguo de la ciudad, cuando me abordó un hombre joven. Me fijé en su levita, gastada y demasiado ajustada, y en el raído sombrero de copa que apenas cubría su desordenado cabello. Me mostró un folleto que llevaba en la mano: “Es usted el último. El sorteo está a punto de comenzar”. No tenía nada mejor que hacer, así que le acompañé.
Entramos en lo que parecía una vieja capilla. Había poca luz, pero pude ver que en el altar habían instalado un pequeño escenario sobre el que yacía una mujer. Abajo, un público escaso se distribuía por las seis o siete hileras de sillas. Tras dar un par de palmadas para llamar la atención, el joven sacó unas bolas del bolsillo de la levita y las metió en el sombrero. A medida que pasaba entre los asistentes, cada uno sacaba una bola y la mostraba. Negra, negra, negra. Llegó mi turno. La bola blanca provocó murmullos de aprobación y algún aplauso.
El joven de la levita me invitó a subir al escenario, donde me entregó una hermosa daga. Incrustaciones de marfil y piedras preciosas realzaban la belleza de su empuñadura de plata. En el curvado acero, unas manchas de sangre no podían ocultar el reflejo de la aterrorizada mirada de la mujer.
Modelo: Valentina Pedica
Pablo Kersfeld
Desesperados por la privacidad, hoy levantamos los hombros y avanzamos sobre la pantalla cuando alguien, detrás nuestro, nos observa escribiendo la contraseña del acceso a una nueva red social de turno.
No fue así para Jose aquella mañana de Julio.
Cada dos semanas llegaba a la oficina de correos de la ciudad monótona en donde vivía.
Tenía la suerte de ser el hijo menor de una familia de comerciantes acaudalados, lo que le permitió acercarse a la educación antes de la guerra. Los Roig Ramón debieron abandonar sus tierras por deudas con el gobierno de aquel entonces instalándose en el centro de Europa y comenzando con lo poco que habían rescatado.
Había descubierto el placer de enviar sus pensamientos por correo hacia el nuevo continente, en donde algunos camaradas coincidían en responder gustosos. Soldados, enfermeras. No importaba quien hubiese pasado por su vida, era destinatario de sus cartas.
Mas de una vez Jose había discutido con el jefe de la oficina postal ya que por dichos de sus lectores, algunos escritos se habían extraviado. Aún así y luego de revolver las grandes bolsas que el tren dejaba diariamente, Jose insistía semana a semana enviando y retirando cualquier mensaje que el correo acercara.
Al entrar a la oficina, su cuerpo se estremecía de dudas. Pero su respeto hacía que no pudiese decir mas que, "Buenos días y Hasta luego"
Mientras el jefe de estación buscaba las cartas a su nombre, él miraba de costado el enorme 105 con un nombre que ya desaparecía y pensaba que tal vez, nadie abriría ese cajón nunca mas.
Tampoco quería preguntar por lo que no estaban identificados. No había y no había. Debía esperar. Era una pequeña oficina postal. El veía la historia en los membretes. Nunca quitaría la identificación del dueño anterior. El pensaba en esa pared con cajones, como la historia misma de la humanidad. Era una pequeña oficina. Pero una gran historia.
Esa mañana de Julio, el pequeño Alfred llegó en su pequeña bicicleta a buscar a Jose. "Don Jose, Don Jose: lo buscan con urgencia en la oficia de correo"
Casi como quien va al hospital, Jose corrió soñando con esa pequeña, remota posibilidad.
Abrió la puerta y el jefe sonreía levemente bajo el gran bigote. En su mano, casi desapercibida, una pequeña dorada llave recién lustrada colgaba de una pequeña cadena, la cual contendría toda su intimidad en pensamientos.
"Es la 84" dijo el jefe.
María José de Xerica
"Soy la sombra que guía a los espíritus de la noche. Camino entre tinieblas y quienes me temen me llaman Diosa de la oscuridad. Mis súbditos me adoran y se postran ante mi buscando mis favores. Puedo tejer almas con unos mechones de mi cabello. Puedo avivar las llamas de los torturados con el roce de mis labios. Pero tambien puedo ser letal. Mi mirada destruye todo lo que ve. No importa el daño que pueda hacer, mi belleza es engañosa, pues no tengo piedad. Para mi es tan fácil dar vida, como quitarla. Es tanto mi poder, que manejo con hilos de plata a todos los que me rodean y nadie osa desobedecerme. El miedo me hace fuerte y a mi paso, devoro almas sin compasión. Pero aquellos que me creen invencible, no conocen mi secreto, no puedo sobrevivir sin mi red. Es mi arma, mi escudo, mi segunda piel. Esta red, está viva y me obedece, es la red de los espíritus que habitan en mi. Con ella cazo y enredo a mis presas. Su tacto pegajoso las inmoviliza y como la tela de una araña, las mantiene hasta que yo decida alimentarme de ellas.
Ahora que me has visto, ahora que lo sabes todo de mi, ahora.....¡huye!.."
Nota: Observar y leer, escuchando la canción, “Gymnopedies", de Satie
Francisco Taboada
CAMBIO
—Hola, soy Maite, la supervisora. ¿Seguís detenidos? Cambio.
—Afirmativo. Pero ahora hay más gente rodeando la ambulancia. He tenido que apagar la sirena y quitar el contacto del motor. Cambio.
—¿Ha llegado la policía? Cambio.
—Sí, pero la organización no les deja entrar en el recinto. Dicen que no hay motivo. Lo que hay en un silencio que acojona. Cambio.
—Pues en esas condiciones no se puede enviar el helicóptero, sería una locura. ¿A qué distancia estáis de la policía? Cambio.
—Cincuenta metros, y miles de personas mirándonos. Cambio.
—Tranquilo, son heavies, buena gente. Todos los días no se muere una leyenda de la guitarra en mitad de un punteo. Ha tenido que ser muy fuerte para ellos. ¿Qué hacen? Cambio.
—Están tristes… tocan la ambulancia… Cambio.
—Bien, escucha. Dile a tu compañero que pase a la trasera, que gire el cadáver, con la cabeza hacia afuera; y que abra la puerta y le descubra la cara. Luego enciendes el motor y avanzas lentamente. Cambio.
—Tocarán el cuerpo, va contra las normas. Cambio.
—No lo harán, ahora estás en un velatorio. Cambio.
—Vale, jefa. Lo que tú digas. Cambio.
—Y pon las luces y la sirena, a todo volumen. Como muestra de respeto. Cambio.
Raül Prunell Holgado
A Lot, al ver el cielo,
le parecía que Dios se había equivocado.
Pensaba que nosotros deberíamos vivir arriba,
allí,
y no en la Tierra dura y segmentada.
Siempre creyó que nos faltan alas
y nos sobran pies.
Que los globos no se escapan por pesar muy poco.
Se van
porque el cielo es su casa.
Y nos los venden con hilo,
el mismo que esconde la madre,
- y se resiste a soltar-,
cuando su hijo o su pequeña
cogen un tren de lejanías,
dicen "Me Marcho" que "No aguanto Más".
Lot se muerde el labio muchas veces.
Padece el síndrome del territorio.
Sólo al hacer el amor se lo olvida
cuánto envidia a esos otros seres,
los ángeles.
Hoy todos los cuartos dan a una ventana.
Todas las ventanas dan un cielo gris roto,
vestido de octubre y encinto de otoño.
Acuérdate el próximo domingo,
si en el parque hay un globero,
de pedirle un pasaporte.
Dile que ya tienes trabajo, permiso y papeles.
Incluso has votado y no te han hecho caso.
Dile, a pesar del negocio,
que TÚ prefieres
el cielo.
Fede Biggi
Primero fueron los aullidos, luego las desapariciones. El barrio estaba aterrorizado. Las madres no dejaban jugar a los niños en la calle y nadie salía de casa después de anochecer. Por eso, cuando unos cazadores trajeron el enorme perro que habían abatido en los alrededores, todo el mundo respiró tranquilo.
Para celebrarlo, organizamos una gran fiesta a la que vinieron todos los vecinos. Tía Berta se ocupaba de los dulces y mamá servía copitas de anisado. Cuando tío Horacio cogió su acordeón para entretener a los invitados, la prima Reme y yo convencimos a don Quilmes para que nos acompañara a admirar la colección de mariposas que papá guardaba en el sótano.
Me caía bien el pobre viejo. Pero había que alimentar a la mascota.
María José de Xerica
"Sentí una explosión en mi interior. Una fuerza crecía y luchaba por salir y expresarse. No encontré el modo de hacerla salir. Rompí a llorar. Mi sangre bullía y mi alma se partía en mil pedazos. Era un volcan a punto de estallar. El calor me abrasaba, y enfermé sin motivo. Quería gritar pero el sonido no salía de mi boca. Solo escuchaba el temblor de mi interior. Era incapaz de sentir nada ajeno a mi. La energía y la fuerza se esparcían por todo mi cuerpo. Me estaba consumiendo por dentro. Mis ojos llameaban y las chispas me cegaban. Como una crisálida, me estaba protegiendo del exterior para sucumbir al cambio interior. Y cuando ya no podía más, cuando inconsciente me tiré en la arena, estallé y salí volando. Ya no era yo, era un espíritu libre atraido por una fuerza superior.
Una gota de agua explota en el mar y desaparece, pero las ondas que provoca se expanden infinitamente.
Una mariposa rasga el aire con sus alas y su movimiento es imperceptible, pero el aire comunica al mundo su presencia.
Una estrella atraviesa la atmósfera y aparentemente se desintegra, pero las moléculas que lo componen, como polvo mágico, tocan un cuerpo y se produce lo inesperado, lo inexplicable, lo que nadie puede predecir. Nada es permanente, todo cambia y nunca sabes por qué."
Alex Oviedo
Tela negra
Hay mañanas en las que, al abrir los ojos, veo su imagen. Se inclina ante mí con su piel de noche y su cabello negro, y se hace un hueco en mi cama. Es entonces cuando me acuerdo de ti, de los domingos en que te levantabas temprano para bajar a correr, casi una hora, los auriculares en los oídos, el maillot muy ajustado… Al volver me encontrabas medio dormido, te desnudabas para entrar al baño y te oía tararear bajo la ducha. Minutos después volvías a la cama donde te recibía, el cuerpo aún húmedo, el pelo mojado: olías a jabón pero también a gotas de perfume, Aire de Loewe, que deslizabas por tu cuello y por algunas partes estratégicas de tu piel. Me abrazabas, susurrabas que querías tenerme y nos amábamos durante horas hasta que el cansancio volvía a envolvernos en su manto.
La imagen en blanco y negro de esta mujer que me visita algunos domingos me recuerda a ti; por eso la recibo igual de expectante, mi cuerpo abierto a sus caricias, mis dedos recorriendo su vestido hasta que nos desprendemos de él para vestirnos de besos. Y aunque sé que no eres tú, no puedes serlo, me dejo guiar por sus mentiras, por la imitación de tus gestos, por el ritual de repetir lo que hacíamos. También aquella mañana te esperaba cuando me sobresaltó el sonido del móvil. Supe que algo había pasado, incluso antes de cogerlo. Qué más da lo que hubiera ocurrido, que no vieras el coche, que la música de los auriculares te impidiera oír los frenos. O que me aseguraran que todo había sido rápido.
Te quiero, me susurra la mujer llevando sus labios por mi pecho.
Te querré éste y todos los días, le respondo yo.
Se ha puesto tu perfume, se ha cortado el pelo como le dije. Se sienta sobre mí y me sonríe poco antes de permitir que la ame. Se parece a ti. Y hubieras sido tú si no fuera porque he olvidado dónde dejé su dinero.